domingo, 8 de enero de 2012

El imparable relato del yo



Revista Debate


Empezaré esta primera crónica de 2012 corrigiendo al gran Norman Mailer. Me refiero a aquella apreciación suya en la que dice: “Yo, es la máxima palabra de nuestro siglo”. Se refería al siglo pasado y su máxima referencia era Cassius Clay o Muhammad Ali, que había hecho de su “Yo” particular el yo del universo, al que hoy el Parkinson lo ha ido desvaneciendo. Todo yo, finalmente, acaba muriendo con su propietario. Menos uno: el de Dios. Él lo creó y fue el primero en difundirlo. Porque cuando Moisés preguntó de quién era la voz que hablaba desde la zarza ardiente, le dijo: “Ego sum qui sum”. Yo soy el que soy. ¿Para qué más? Moisés con ese sólo yo se dio por notificado. Pero cuando los soldados norteamericanos encontraron a Saddam en la madriguera, ya casi irreconocible por su traza, él les dijo: “Yo soy Saddam Hussein, presidente de Irak”. Pero igual tuvo que someterse a que le extrajeran saliva y así constatar su identidad por el ADN. Se supone que a tantos, como hay, personajes colmados de cirugías plásticas les llegará el momento en que también deberán someterse al registro de identidad porque sus caras ya no son ninguna garantía de las que eran. La de la duquesa de Alba, por ejemplo. ¿Qué garantías hay de que es la duquesa? No es la única inidentificable. Aquí hay actrices maduras que al verse en la televisión en filmes de hace sesenta años ignoran que son ellas y se critican como si fuesen otras. Al menos se evitan darse cuenta de cómo actuaban.

En cuanto a la corrección inicial a Norman Mailer, no es el yo, como dice él, la máxima palabra del siglo pasado, sino que se queda corto: ya que es también la máxima palabra de éste. Y tal vez de los siglos sucesivos. En una clase de literatura dictada en el viejo Instituto de Ciencias de la calle Viamonte, por Humberto Cacho Costantini, para dar un ejemplo de relato nombró uno publicado en uno de sus libros. “Disculpen que me cite -dijo-, pero yo soy el ejemplo que tengo más cercano”. Y se tocó el pecho con la mano. En casos de “yos” irreparables no les basta con el pecho, hacen un ademán más grande como si se tocaran un aura. Otros son tan latifundistas del yo que tienen sirvientes que se lo van sirviendo en bandeja. Lacan sabe que el “Ego” marca una instancia del registro de lo imaginario; es la identidad de la máscara, no del sujeto que la lleva.
Todos conocemos y tratamos a “yoístas” impenitentes que si en una reunión no pueden imponer su yo porque hay otros más grandes que lo superan, se deprimen como adictos sometidos a la abstinencia.

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